Robert Kurz, pensador alemán contemporáneo, realiza un análisis acerca de los orígenes y fundamentos de las democracias occidentales. Sus palabras forman parte del cúmulo de pensadores contemporáneos que, desde Occidente, despiertan de la ilusión de la democracia. La misma democracia y aparato estatal que se pretende exportar a Oriente. Democracia: el engaño más grande.
De su texto El origen destructivo del capitalismo, citamos lo siguiente:
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Fue el historiador de la economía alemán Werner Sombart quien de forma aguda, poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio «Guerra y Capitalismo» (1913), abordó minuciosamente esta cuestión. Sólo en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro «Cañones y peste» (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo «La Revolución militar» (1990), del historiador norteamericano Geoffrey Parker. Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían.
Como es evidente, el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes aceptan la visión de que el fundamento histórico último de su sagrado concepto de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención del diabólico instrumento mortal de la historia humana. Y esta relación también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» permanece hasta hoy como un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica fue una invención democrática de Occidente.
Por obra de las armas de fuego, se modificó profundamente la estructura de los ejércitos. Los beligerantes a no podían equiparse por sí mismos y tenían que ser abastecidos de armas por un poder social centralizado. Por eso la organización militar de la sociedad se separó de la civil. En lugar de los ciudadanos movilizados en cada caso para las campañas o de los señores locales con sus familias armadas, surgieron los «ejércitos permanentes»: nacieron las «fuerzas armadas» como grupo social específico, y el ejército se convirtió en un cuerpo extraño dentro de la sociedad. El oficialato se transformó de un deber personal de los ciudadanos ricos en una «profesión» moderna. A la par de esta nueva organización militar y de las nuevas técnicas bélicas, también el contingente de los ejércitos creció vertiginosamente. «Las tropas armadas, entre 1500 y 1700, casi se decuplicaron» (Geoffrey Parker).
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Industria armamentista, carrera armamentista y mantenimiento de los ejércitos permanentemente organizados, divorciados de la sociedad civil y al mismo tiempo con un fuerte crecimiento, llevaron necesariamente a una subversión radical de la economía. El gran complejo militar desvinculado de la sociedad exigía una «permanente economía de guerra». Esta nueva economía de la muerte se extendió como una mortaja sobre las estructuras agrarias de las antiguas sociedades.
Como los armamentos y el ejército ya no podían ampararse en la reprodución agraria local, sino que tenían que ser abastecidos con recursos de envergadura y dentro de relaciones anónimas, pasaron a depender de la mediación del dinero. La producción de mercancías y la economía monetaria como elementos básicos del capitalismo ganaron impulso en el inicio de la era moderna, por medio de la liberación de la economía militar y armamentista.
Este desarrollo produjo y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad del «hacer-más» abstracto. La permanente carencia financiera de la economía de guerra condujo, en la sociedad civil, al aumento de los capitalistas usureros y comerciales, de los grandes ahorradores y de los financiadores de guerra. Pero también la nueva organización del propio ejército creó la mentalidad capitalista.
Para poder financiar las industrias de armamentos y las fortalezas, los gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que arrancar hasta la sangre de sus poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria. Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció hasta un 2.000%.
Obviamente, las personas no se dejaron introducir de manera voluntaria en la nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y, siguiendo su huella, a la guerra permanente. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos, los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos proceden de esta historia del comienzo de la era moderna. La autoadministración local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de una burocracia cuyo núcleo se formó con el respaldo de la tributación y la opresión interna.
Las propias conquistas positivas de la modernización siempre llevaron consigo el estigma de esos orígenes. La industrialización del siglo XIX, tanto en el aspecto tecnológico como en el histórico de las organizaciones y de las mentalidades, fue heredera de las armas de fuego, de la producción de armamentos de los inicios de la modernidad y del proceso social que la siguió. En este sentido, no es de asombrar que el vertiginoso desarrollo capitalista de las fuerzas productivas desde la Primera Revolución Industrial sólo pudiese ocurrir de forma destructiva, a pesar de las innovaciones técnicas aparentemente inocentes.
La moderna democracia de Occidente es incapaz de ocultar el hecho de que es heredera da la dictadura militar y armamentista del inicio de la modernidad –y ello no sólo en la esfera tecnológica, sino también en su estructura social.
Bajo la delgada superficie de los rituales de votación y de los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que administra y disciplina de manera continua al ciudadano aparentemente libre del Estado en nombre de la economía monetaria total y de la economía de guerra a ella vinculada hasta hoy.
En ninguna sociedad de la historia hubo un porcentaje tan grande de funcionarios públicos y de administradores de recursos humanos, soldados y policías; ninguna despilfarró una parte tan grande de sus recursos en armamentos y ejércitos.
Las dictaduras burocráticas de la «modernización tardía» en el este y en el sur, con sus aparatos centralizadores, no fueron las antípodas, sino los imitadores de la economía de guerra de la historia occidental, sin, con todo, poder alcanzarlas. Al fin de cuentas, las sociedades más burocratizadas y militarizadas son, desde el punto de vista estructural, las sociedades occidentales. También el neoliberalismo es un hijo extemporáneo de los cañones, como demostraron el gigantesco armamentismo de la «Reaganomics» y la historia de los años 90. La economía de la muerte permanecerá como el inquietante legado de la sociedad moderna fundada en la economía de mercado hasta que el capitalismo-kamikaze se destruya a sí mismo.
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